Hay una herida. Una herida que nunca cicatriza y que quizás
compartimos. Duele como injusticia, tiene el color de la incomprensión. ¿Se
abre un poquito más cuando nos negamos a mirar a los ojos? ¿Esperamos algún
antídoto? El dolor afloja cuando nos damos cuenta que nos acompañamos. Y si aparece ese dedo acusador que nos toca
justo ahí y nos sigue haciendo mal, la herida se hace más grande. Y también
somos la indiferencia cuando comemos, cuando caminamos del trabajo a la casa y
de la casa a otras actividades mientras a uno de nosotros lo ahogan por un
pueblo y a otro le disparan por la espalda, mientras los trendin topic de las
redes sociales son reclamos que quedan en la nada y que tristemente también desaparecen.
Como desaparecemos nosotras creyendo ingenuamente que la revolución es virtual
y no intentamos al menos la rebeldía personal, poniendo a prueba nuestra
valentía, enfrentando nuestros miedos con el sello de la belleza y la unión que nos
caracteriza.
Se agranda, la herida se agranda. Con cada estereotipo:
loco, triste, fea, linda, feliz. ¿Es que hay alguien que pueda entender cómo
nos sentimos? A pesar de que nos destruimos, nos asustamos, nos juzgamos,
también aprendemos y mantenemos encendida la llama de la conciencia.
Seguimos buscando algún remedio para sanar. Lo intuimos cerca. ¿En los pequeños
gestos? ¿En las buenas intenciones? ¿En lo que nos enseñan las experiencias?
Nos preguntamos y alimentamos ese amor que surge de las plantas en las grietas de las paredes que entre el cemento y sin tierra aprenden a florecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario